domingo, 17 de agosto de 2008

En Reforma

Noches de amor y odio

Por Mauricio Bares
(17-Ago-2008).-

Supón que acabas de despertar de un letargo y que te piden escribir sobre el Patrick Miller, el legendario lugar para bailar... Bueno, así me sentí. Recordaba el nombre entre nebulosas, lo mismo que un fallido intento por asistir años atrás: un "operativo", bailarines asiduos vistiendo bombachos plateados, camisetas ajustadas y sin mangas, con peinados de puercoespín, haciendo calistenia en Filomeno Mata frente al Club de Periodistas, vieja sede del Patrick Miller.

Ahora poca gente sabía de su ubicación. Otros la sabían, pero no atinaban a recordar la dirección exacta: un "está en la Roma" podía ser de mucha ayuda, o de ninguna. El misterio se ahondaba con precauciones: "Creo que sólo abre los viernes... o los sábados". "Hay que llegar temprano porque se atasca". "Cuidado, puede ser peligroso". Recordé que Daniel Espartaco antes que escritor es un underdog, así que le llamé y listo: su amiga Patricia era asidua al Patrick. Y tras varios obstáculos absurdos (celulares olvidados, sin batería, sin crédito), logré llegar a Mérida 17, a media cuadra de Avenida Chapultepec.

Más misterio. Pasaban de las 21:30, hora de apertura, y no había nada. Ni antro, ni asistentes ni nada. Sólo yo en la sola acera. Por fin logré comunicarme con Daniel y me sugirió alcanzarlos en el Tarragona para tomar unas cervezas porque aún no era la mejor hora para llegar.

Amor

El Patrick Miller no es un antro, quizá un concepto. Por eso no existe un letrero que lo anuncie, sólo un largo portón negro que no le dice nada a nadie. Tras él hay un garage que hace de antesala y taquilla -donde se pagan los 30 pesos para entrar- y que amortigua el sonido hasta hacerlo apenas audible desde la calle. Luego sigue un pequeño túnel con paredes grafiteadas y la infaltable luz negra, elegido para un cateo que es mucho más riguroso para los bolsos femeninos y donde se impide el paso de cámaras fotográficas. Hasta que finalmente se accede a un enorme galerón oscuro.

Cuando entramos, había comenzado el ambiente. Bailando de inmediato, Pato me explicó que había diferentes tipos de eventos para cada viernes: uno de High Energy, especialidad de la casa, característico ahora por sus chirriantes agudos, sus bajos retumbantes y sus melodías pegajosas; otro de Oldies but Goodies; y uno más con estrellas internacionales del género, del que Divine, el enorme travesti que protagonizó películas de John Waters, ha sido el máximo exponente. Nosotros estábamos en el segundo, un recorrido histórico que entre otros incluía a Sylvester, Dan Hartman y Kano -con su inmejorable It's a War- en los 70. De pronto, me encontré repasando mi propia vida, o cuando menos mis experiencias con la radio. Y, sin darnos cuenta, nuestros pies comenzaron a moverse solos. Recordé que alguien escribió que el hombre común sólo quiere llegar a casa para relajarse con algo que lo divierta un poco, pero de verdad. Pensé que a la gente común no le interesa la filosofía, para eso están los filósofos. Después de emplearse toda la semana, quieren bailar hasta el trance. Entendí que no era nadie para contradecirlos. Así que bailando pasamos por los 80, por lo meramente divertido del Acid House (Kon Kan, Edelweiss, pero nada de Phuture o Maurice), algo de los inicios del Hip-Hop más digerible (Salt-N-Pepa, Tone Loc), hasta Yazoo y Erasure.

A nuestro alrededor la concurrencia exhibía sus talentos. A excepción de Fernanda, una flaquita que lucía una aparatosa peluca a la afro en impecable color blanco y con quien me tomé una foto, admito que me esperaba más glamour en las vestimentas; pero eso se compensó no sólo con la destreza de todos para bailar sino con su gusto por hacerlo, por estar allí. Y es que la gente se veía realmente contenta. Además, aunque todos eran de extracción popular, procedían de distintas ocupaciones: estudiantes, taxistas, oficinistas. Y, sobre todo, no guardaban uniformidad en las edades , así que en la pista bien podían encontrarse madres e hijas sin proponérselo.

Aunque esta variedad podía provenir en parte de una influencia derivada de los raves, resultaba más notorio el ambiente de fiestas callejeras organizadas por sonideros, porque finalmente el lugar está hermanado con ellas desde su origen. Patrick Miller fue un sonido como PolyMarch, que desde inicios de los 80 armaba fiestas en calles, frontones, gimnasios y que se promovía mediante volantes en las escuelas, con carteles y pintas en bardas de baldíos. Por eso no es un antro, por eso no abre todos los días, ni tiene un letrero en la calle. Siguen siendo fiestas, aunque ahora las difundan mediante su página de Internet. Y la gente viene a bailar. Para el momento en que llegamos a los éxitos más recientes como People Are Still Having Sex, You Gotta Lick it o It's my Life, los griteríos no se hacían esperar, las miradas se hallaban encendidas y el lugar entero exudaba sexualidad, algo de esa promiscuidad expansiva que encumbró a Amanda Lear, a Grace Jones, y que abarcaba por igual a hombres, mujeres y puntos intermedios. En el galerón oscuro no podían faltar las pantallas de foquitos ni las esferas de espejos. Los más militantes bailaban frente a las poderosas bocinas desestimando el riesgo de que los poderosos bajos les descompusieran el ritmo cardiaco, y celebraban las transiciones de una canción a otra sin importar que fueran afortunadas o no. En las noches de High Energy se forman círculos donde sólo los especialistas tienen derecho a pasar para deslumbrar con sus pasos, con sus brillantes atuendos, con sus peinados de puercoespín, y donde los intrusos son rechazados con aspereza. El Patrick Miller me hizo recordar lugares parecidos en Ámsterdam (Trekkemaan), en Londres (Huge NRG), en Madrid (La paloma), pero sin caer en las burdas imitaciones "a la mexicana", tal vez porque ha surgido y se ha desarrollado durante casi 30 años sin respaldo mediático, por sí mismo, con su público, y en ese sentido es verdaderamente mexicano, aunque no haya mariachi ni cumbias ni lamentos. Para mi sorpresa, me había enamorado del lugar.

Odio

Para beber cerveza primero hay que comprar unas fichas de colores en una taquilla junto a la barra. "Pase a la ventanilla 1", dijo Daniel Espartaco con su humor afilado en el inframundo. Decidimos comprar varias fichas cada vez y mientras hacíamos fila por cuarta ocasión, casi a la una de la mañana, me encontré a María José, una amiga que acababa de llegar y que de inmediato me recetó: "Esto no era así hace ocho meses, ahora parece antrito de Polanco". No le entendí. Pero minutos después, comprendí a qué se refería. De la nada había entrado una horda de gente que se diferenciaba de los asiduos desde el primer vistazo. Junto a ellos había llegado María José. Eran los llamados chicos Condechi que yo tan bien conocía porque viví durante años frente al bar Milán, juniors universitarios con colegiaturas de 10 salarios mínimos al mes y auto del año, que venían de gastarse 300 pesos por una cena en la Condesa y buscaban un lugar donde la cerveza sólo les costara 20. Fachosos, pero no tanto -playera gringa, mezclilla, tenis que parecen baratos-, son un nuevo estrato social. Y, si no, seguro que son una especie de plaga, algo que yo llamaría Plaga PacMan, blandos y sin estamina, pero que van sonrientes devorando todo a su paso. Vándalos que no muestran enojo como los jóvenes de todas las sociedades desde hace 50 años, que no destruyen a patadas sino a simples carterazos.
Allí los teníamos, en el mismísimo Patrick Miller. No llegaban por unidades sino por decenas. Y de pronto todo cambió. La música mutó abruptamente hacia los himnos Condechi que yo había llegado a padecer, como New Year's Day o Losing my Religion, que los PacMan cantaban y coreaban acompañándolos con gritos de uuuuuuuuh a todo pulmón, como si realmente fueran sus himnos. No importaba: podían pagar por ellos. Los lugareños, ahora impávidos, miraban con pasmo la invasión, como 500 años atrás. Jamás imaginé sentir tanto rencor al escuchar Rock the Casbah, y cuando comenzó Should I Stay or Should I Go, me pregunté eso mismo: ¿me quedo o me voy?

Logramos que la dulce Pato dejara de bailar y decidimos irnos. Sólo pensé que el Patrick Miller y su público debían hacer lo mismo que sus bailarines de High Energy: formar un círculo y excluir con fiereza a los invasores.

Escritor y editor

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